Si hay algo que aborrezco es esa farsa de sapiosexuales, que
sólo les seducen con el intelecto, que les gusta que les penetren la mente, que
la apariencia física es lo menos importante, que lo que importa es el “interior”
como una especia de parafilia al aparato circulatorio, digestivo y pulmonar, ;
ni lo interior ni lo externo, porque la belleza es demasiado subjetiva,
mutante, distorsionada, perversa y alterada, porque la inteligencia es tan útil
como la fuerza y como las hormonas, porque a la persona deseada se la divisa
con todos los sentidos, los perceptivos y los abstractos; ojos, nariz, oídos y
piel, se entrelazan, se conectan para formar un todo, esa existencia que se anhela,
para ver, tocar, oler, besar. La piel, ojos, labios, pies, rodillas, codos,
hombros y demás miembros superiores e inferiores se los perciben, no se los ve,
se los siente, sentir como una boca altera la frecuencia del aire e invade tu
memoria para jugar a alterar el tiempo y el espacio, para sincronizarlo, un
cuerpo que juega con tu espacio, juega consigo y con su entorno, y ahí se
chocan los seres, se hacen uno y se vuelven a separar; se cuestionan, se
fortalecen y se debilitan, se vuelven como el cristal, rígido y a la vez
frágil, sapiosexuales para parecer
interesantes, cultos y elegantes, dueños y dueñas de una intelectualidad
superior, la élite que no se deja engañar por los “banales” instintos, cuando
todo lo hacemos por instinto; el poder, las ciencias, el arte y la filosofía se
formaron por la misma inquietante razón, el existir por intuición, el amar por
intuición, el odiar, el temer, el querer, el descubrir, todo por razones ya
sentenciadas hace millones de años, cuando, según un científico de largas
barbas y abundantes cejas, éramos seres no erguidos.
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